“¡Consolad a mi pueblo!” es un mandato que recibe Isaías de parte del Señor.
¿En qué consiste esta consolación?
Sin dudas, el castigo recibido por las culpas no alcanza para recibir esta consolación; con el castigo, el corazón de una persona queda maltrecho, herido, incapaz de recibir una consolación.
Hace falta crear un camino para que esa consolación pueda recibirse, allanando, elevando, abajando, enderezando y alisando; es decir sanando y poniendo en orden todos los elementos que pueden construir ese camino. Por esto la voz grita fuerte al corazón de Jerusalén. El desierto, en ese momento, es el corazón de cada uno que forma el pueblo, lleno de fragilidad y desesperanza.
La consolación es la venida del Señor, éste es el punto central de esta profecía de Isaías.
Él viene como un pastor que abraza y lleva sobre su pecho a las ovejas.
Lecturas
Is 40,1-5.9-11
Sal 84
2Pe 3,8-14
Mc 1,1-8

El abrazo y la ternura de Dios que viene con poder sobre toda estructura de poder, sobre todo dolor, sobre toda desesperanza, sobre toda fragilidad, es la fuente de consolación de su pueblo.
Para abrazar y para derramar su ternura necesita brazos y pecho, necesita hacerse visible a nuestra humanidad, necesita encarnarse.
Los evangelios identifican esta voz que grita, con Juan el Bautista, quien tiene la misión de preparar el camino del Señor y esto es evidente aún por su nombre: las dos palabras, consolación y Juan, tienen la misma raíz en hebreo; de la misma manera, el pastor que cuida, que abraza y que nos envuelve de ternura debemos identificarlo con el Señor Jesús. Él realmente ha venido y se ha quedado con nosotros hasta el fin de los tiempos. Él es la fuente de nuestro consuelo y alegría. Él es el abrazo del Padre que revela quienes somos para Él. Podemos ver la situación de nuestra vida como castigo, pero no olvidemos que estamos llamados a una esperanza superior a la que cualquier situación nos podría prometer.